5.

Subo a la azotea con un puro, la Biblia y un vaso de Macallan sin hielo. Es el único wisky que soporto. Siempre tengo una botella. Mi pequeño lujo. El puro es un Montecristo del 4. La Biblia, de principios de siglo -del siglo XX- raída, manoseada, fue del padre de mi madre.
Contemplo la ciudad, fumo y bebo despacio, saboreando Escocia. La malta baja mi garganta relajándome. No hay frío. Es febrero pero el invierno ha sido leve. Un solecito guapo alegra los huesos y me hace feliz.
A lo lejos el reloj del BBVA, insomne, contándonos el tiempo en negro sobre blanco. Girando para todos, por partida doble, las manecillas sobre su centro y a la vez el reloj completo sobre el eje vertical que lo ata al edificio. La sagrada familia, siempre inconclusa, advirtiendo que sólo el deseo es eterno. El mar más allá, a la derecha el puerto, después el sur, África, el desierto.
Quizás alguien me mire desde Argelia.

¿Acaso nos desechará el Señor para siempre?
¿Ya no volverá a ser propicio?
¿Se ha agotado su misericordia?
¿Se han acabado sus promesas?
¿Se ha olvidado de ser clemente?
¿En su ira ha cerrado su compasión?

Fumo despacio. Disfruto cada átomo de este puro de nombre distante. Mi mente en blanco. No necesito fórmulas budistas. Ahora mismo sólo soy cebada, alcohol y humo. Y dos ojos que se tragan la ciudad.