36.

Se inclina. Yo miro hacia otro lado resistiendo la tentación de fijarme en sus pechos. Saca una copa helada, cierra la nevera con un golpe suave, lleva la mano al tirador, gira la llave y deja caer un poco de cerveza. Un instante después coloca la copa, inclinada. A medida que se va llenando la endereza, la sube, la baja, juega con ella.
Mira hacia el fondo del bar, alguien ha movido una silla haciendo ruido, otro ha soltado una carajada. Vigila de reojo el nivel de la copa para encontrar el momento justo donde cortar el chorro.
Suena una música tropical, trompeta y tambores que te transportan a sitios oscuros atestados de gente bailando sudorosa. Cierra la llave. Tiene una paleta plástica al lado del tirador, la coge y aparta la espuma sobrante que desborda la copa, es una costumbre casi extinguida, de bares antiguos.
Ayer inauguraron una exposición. Bebimos cubatas a cuenta de la casa. Quedan en las paredes del fondo cuatro cuadros enormes, de colores pálidos, que parecen pintados por niños.
Pone un posavasos delante de mí y encima la caña.
La espuma se va disolviendo poco a poco en el dorado claro.
Magenta sonríe. Me sonríe. Mira a mis ojos y sonríe.