26.

Estoy en un bar en Joaquim Costa. Son las diez de la noche. Hace calor, bebo cerveza. Una rubia en la barra habla con un tipo de bigote que me recuerda a uno de los comerciales de Inventia. La rubia me mira, le sonrío, sonríe, mira a otro sitio. Sigue hablando con el tío, me mira otra vez, la saludo con mi botella, un gesto como de peli antigua. Sonríe, el tipo se gira, yo miro hacia otro lado. Doy un trago largo a la cerveza. Es amarga, refrescante. Me siento seductor. Imagino que debo parecer un personaje de época con mi traje gris en medio de los modernillos con pircings y rastas, algo atípico, sugestivo. Quizás sólo me veo aislado, triste, ridículo.

Seguimos tonteando la rubia y yo, siguen las miradas. Tres tías parlotean en una mesa al fondo. Dos en el sofá. Otra leyendo sola en una banqueta frente a la barra. Nadie más me mira.

Cojo un diario, reviso las deportivas. Fútbol, estadísticas, artículos de opinión. Debería hacer una quiniela, siempre lo pienso. Conocí a uno que decía vivir de apuestas. Contaba que tenía un programa de ordenador que le sacaba probabilidades de victorias y derrotas. Supongo era mentira.

Otra Estrella. Un hermano de mi madre explicaba en cada borrachera que las cervezas españolas son una mierda. Todas, decía. Cada vez que bebía terminaba contando una historia de su juventud, aquella noche épica de desenfreno en que fueron en coche desde Alemania a Checoslovaquia por una discusión sobre dónde se hacían las mejores cervezas. No hay nada como una buena Staropramen, rugía vomitando los cubatas que acababa de tomarse.

En algún momento se van la rubia y el bigotes. En la puerta vuelve la cabeza. Le digo adiós.