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Me ha llamado Ana. Me ha dicho que está embarazada. La he felicitado. Le he prometido que iría a pasar una tarde con ella. «¿Sabes ya lo que es?» «No tontito, estoy de cinco semanas».
Siempre le gustaron los niños. Quería tener cinco o seis pero nunca era el momento. Con treinta tres años no creo que le dé tiempo.
El marido es un tipo plano. Comercial de una empresa de software. Es razonablemente gracioso, razonablemente educado. Viste bien, se afeita a diario, va al gimnasio, se cambia el móvil con cada nueva serie. Llevan casados desde siempre. Un par de veces han estado a punto de separarse, al final siempre ha triunfado el amor o la costumbre.
Ana será madre. No hace mucho competíamos por quién comía más patatas en el McDonals y ahora será una señora madre.
Cambia la vida en un suspiro. Dos células se funden y tu mundo se transforma para siempre. Deberás dejar de salir, de viajar, de beber, de dormir. Deberás gastar tu dinero en cosas que nunca hubieras imaginado. Deberás dejar de pensar en ti, convivir con el miedo a la fragilidad.
¿Será también esto mi futuro? ¿Era mi padre como yo? ¿Bailaba, salía, era irresponsable, y despertó un día con la corbata de nueve a seis, la escuela, bañar al niño, darle de comer, acostarlo, ver la televisión medio dormido en el sofá, buenas noches amor, bona nit cariño, diciéndole esto no se hace, repasándole la tabla del ocho, que coma verduras, que recoja los juguetes y tienda la cama, que aquello está bien o mal, que vigile con las drogas, que no se junte con maleantes?