49.

Otro viernes y otro lunes y otro viernes. Cualquier bar. Corbata floja. Nadie viste así a esta hora en este barrio. Los yuppies andan por el Eixample o quién sabe dónde. En un bar del Raval, con mi traje gris, a las nueve de la noche, soy un objeto anacrónico de 30 años.
No están frías las Voll Dam. No habrá propina. Debería irme a otro sitio donde al menos las neveras funcionen pero me quedo aquí. Y pido otra. Y otra después. Con la segunda cerveza me han puesto cacahuetes. No tengo hambre. Cojo un par, mastico, aparto el plato. Me entretengo sacando las etiquetas de las botellas y pegándolas en la mesa.
Reviso las noticias del diario. Leo alguna entrevista. Me detengo en el deporte. Futuros fichajes, la liga. En una de las páginas de adelante doy con la foto de un derrumbe. Hombre desolado en medio de ruinas, escriben debajo. Desolado. Sin sol. Sin centro sobre el que girar. Sin calor. Me pregunto si es una metáfora.
Hay una tele enorme. Un canal musical. La tienen en silencio. Paso tres horas bebiendo cervezas tibias y mirando en la pantalla chicas bailando en minifalda, tipos tocando guitarras o baterías, gente lánguida, hacedores de baladas, mientras suenan reggeatones en los altavoces.
Ya se fue el último metro. Son las 12 y 20. Me había prometido regresar temprano. Entro en un taxi. La ciudad se desliza ante mis ojos. Imagino que estoy sentado en un banco y alguien arrastra frente a mí los coches, los parques, las plazas, las calles, la gentes, las luces.