58.

Lleva gafas oscuras. Lleva una falda corta. Es viernes. Quizás me está mirando pero puede que no. Sentada en la terraza. Vuelta hacia mí. Yo dentro. En la barra.
Abre un poco las piernas. Me revuelvo en la banqueta. No estoy seguro si lo ha hecho para mí pero me ha excitado. Las abre más. Imagino debajo de esa falda un tanga, seguramente negro, que terminará detrás en un hilo dividiendo en dos su culo. Creo que se muerde los labios. No sé si me lo he inventado, si es un gesto normal o una incitación. No se si responder mordiéndome también los míos, mirándola con deseo, ensayando una mirada lasciva -ojos semicerrados, cara de vicio-.
Me siento ridículo. Excitado y ridículo. Incapaz de saber si estoy en una situación morbosa o de fantasías.
Bebe un sorbo del café con leche. Coge el libro que tiene sobre la mesa. Levanta las gafas y lee. Yo doy un trago a la cerveza. Pido unas olivas. Repaso el diario fingiendo distracción. La vigilo de reojo.
Pregunto al camarero si sabe contra quién es el partido del domingo. Ni idea, dice. Ella levanta la vista. Mira hacia aquí. Ahora no tiene las gafas puestas pero ya no puedo asegurar si me mira o sólo mira en esta dirección.
Cruza las piernas. Se acomoda. Recuerdo, claro a la rubia de Instinto Básico.Ya bordeo la paranoia. Cada gesto que hace puede ser seducción, provocación, juego o no ser nada.
Otra cerveza. Quizás debería ir y decir «ey, ¿me estás mirando?» Imagino diálogos. «¿Puedo sentarme?» «Por qué no» «¿Qué lees?» «Un libro antiguo, no es importante.» «¿No está bien?» «No tanto como tú.»
Es mayor, cuarenta, cuarentaicinco. No estoy seguro si es guapa. Es una mujer que abre las piernas y creo que me mira.