30.

Llego temprano a casa. Hay un gordo cocinando. Me dice hola, soy Andrea. Es italiano. Se ha mudado hoy, trabaja en una pizzería en la avenida Gaudí. Entro a mi habitación, me quito el traje, me pongo un chándal y tenis. Saldré a correr. Estoy echando barriga. Empezaré a cuidarme. Siento abrirse la puerta de la calle. Supongo será el Henrry. Asomo la cabeza para darle la buena nueva. Un chaval de 20 años me saluda. Sin camisa. Lleva un dragón tatuado entre el cuello y el ombligo. Trae en la mano una tabla de skate. Otro nuevo, dos en un mismo día. Se llama X. Dice llamarse X. Dice que es paraguayo y que es campeón de no sé qué de patines. En un minuto dice tantas cosas que desconecto, sonrío y asiento. «Nada, campeón, encantado, nos vemos luego» Escapo escaleras abajo.
Corro. A paso lento. No me fijo en los transeúntes. Sólo reparo en los de mi hermandad. El club de gente saludable al que pertenezco a partir de hoy. Chicas guapas que corren concentradas en la música de sus ipod –sigo con la vista sus culos moviéndose rítmicos-, tíos vestidos de lycra pendientes del reloj y el pulsómetro, parejas que corren, grupos de cuatro o cinco al trote discutiendo animados la última anécdota del trabajo. Correr. Este es el primer paso. Luego será apuntarme en un gimnasio, nadar, un poco de pesas. Fantaseo un rato con mi nueva vida sana. Quince minutos después me detengo y hago estiramientos. No estoy agotado pero prefiero ir poco a poco. Saldré a correr al menos dos veces por semana. Y comeré sano. Verduras, frutas.
Voy al super compro manzanas y peras. Sé que terminaré tirándolas.