14.

Y sabes que estás en el insomnio. Has despertado. La habitación a oscuras. Abres el móvil. Cuatro y veintitrés minutos. Te lo tomas con calma, tienes experiencia. Sabes que hagas lo que hagas no vas a dormirte. Te das la vuelta en la cama. Ojos cerrados. Adviertes multitud de ruidos normalmente imperceptibles. El tenue ronquido de Pablo el colombiano, el sonido de la cama del Henry cuando se mueve, el reloj de algún piso cortando los segundos, crujidos de los muebles, la nevera que arranca y se detiene, los autobuses en la calle, una moto que pasa.
Piensas. Recuerdas. Das vueltas. A veces te has levantado y has leído tu biblia, es buena idea aprovechar el tiempo, hoy no tienes ganas. Aguardas. Sabes que en algún momento el sueño entrará a traición, cuando no lo esperes. Sabes también que será demasiado tarde -demasiado temprano- y que minutos después sonará el despertador y empezará el día.
Te entra sed. No quieres levantarte pero decides que si tienes alguna inquietud tardarás más en dormirte. Vas a la cocina. Bebes agua de la botella que tienes en la nevera. Luego entras al lavabo y orinas, sentado, intentando no hacer ruido. Te acuestas otra vez. Intentas no pensar, relajarte, destensar cada músculo, no dejar ningún resquicio donde pueda agarrar la vigilia.
Cuando tenías once o doce años leíste en una revista ejercicios para combatir el insomnio. No recuerdas si era acupuntura, rollos mentales, movimientos, lo que tienes claro es que no sabía siquiera qué significaba la palabra. Preguntaste. Desvelarse. Falta de sueño. No le diste importancia.
Suena el despertador del Henry. Son las siete. Dentro de media hora sonará el tuyo. Sientes al uruguayo maldecir, removerse en su cama. Te incorporas. Golpeas la pared. «Venga sudaca, a trabajar, hostia.»
- Calla culé.